‘La vergüenza de volar’ ya no frena al turismo: crece la preocupación por su impacto climático

Alberto Noriega     23 octubre 2025     5 min.
‘La vergüenza de volar’ ya no frena al turismo: crece la preocupación por su impacto climático

El apetito post-Covid por viajar ha devuelto al turismo a cifras récord y, con ello, a un viejo dilema: el sector ya roza el 8% de las emisiones globales.

La tensión entre hambre de viajes y límites de la ingeniería es evidente. Los trenes funcionan como alternativa probada, pero están limitados por tiempo y capacidad. Los aviones eléctricos podrían cubrir trayectos cortos, pero “chocan con las paredes de la física” para cruzar océanos. Los combustibles de aviación sostenibles (SAF) —electrocombustibles a partir de CO₂ capturado e hidrógeno verde— y los biocombustibles son hoy la vía más prometedora, pero caros, escasos y con restricciones de tierra y recursos. La idea de alimentar flotas con aceite de cocina reciclado tiene un límite obvio: no hay suficiente materia prima para sostener más que una fracción de la demanda.

Mientras tanto, al llegar a destino el impacto se acumula: residuos en espacios naturales, masificación en ciudades preparadas para mucha menos gente y tensión hídrica en regiones con sequía donde piscinas y balnearios compiten con el consumo local. No extraña que hayan florecido protestas contra el “sobreturismo” a lo largo del Mediterráneo.

Hoteles más eficientes, mismo problema en el aire

El sector ha empezado a mejorar lo controlable: paneles solares en hoteles, coches de alquiler eléctricos, menús con menor huella (menos carne roja). Son avances que recortan emisiones en destino, pero el viaje de ida y vuelta sigue siendo el talón de Aquiles. En su hoja de ruta a 2050, la Agencia Internacional de la Energía reconoce que, incluso desplegando tecnologías limpias a “velocidades sin precedentes”, será difícil evitar actuar sobre la demanda. Varios estudios en Suecia y Países Bajos llegan más lejos: habrá que volar menos.

No se trata solo de justicia dentro de cada país, donde el 15% de la población acapara el 70% de los vuelos (caso del Reino Unido) y casi la mitad no vuela ningún año. A escala global, menos del 5% de la población toma un vuelo internacional anual. Si el crecimiento debe estabilizarse, cada vuelo adicional en Europa o Norteamérica reduce el margen para que Asia o África ganen acceso a ese mismo bien.

¿Qué pasó con el “flight shame”?

En 2018, Greta Thunberg popularizó la idea de “quedarse en tierra” (#jagstannarpåmarken), y en 2019 cruzó el Atlántico en velero para la ONU. El concepto de flygskam (“vergüenza de volar”) movió conciencias, pero no se consolidó. En 2024, el tráfico de pasajeros en aeropuertos europeos recuperó niveles pre-Covid, impulsado por ocio y viajes familiares. “La vergüenza de volar está muerta”, resume el investigador Stefan Gössling: la promesa gubernamental de actuar contra el cambio climático redujo el impulso a autolimitarse.

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Las compensaciones de carbono no han sido el salvavidas que la aviación esperaba: investigaciones y sentencias han destapado deficiencias y frenado la publicidad de “vuelo neutro”. Al mismo tiempo, hay casos exitosos de ecoturismo que financian conservación y rentas locales, pero siguen siendo nicho y a menudo navegan en un mercado con greenwashing.

Política pública: de los incentivos erróneos a gravar a quien más vuela

Si la técnica llega justa, la política toma protagonismo. Entre las propuestas con más tracción figuran gravar la aviación y, sobre todo, tasas al viajero frecuente: el coste sube con cada vuelo adicional. Un análisis del International Council on Clean Transportation concluye que el 90% de la recaudación vendría del 10% más rico, y podría financiar el despliegue de tecnologías limpias. También se pide encarecer los jets privados, obligar a reportar la huella y abaratar el tren hasta equipararlo en precio al avión en rutas comparables.

En paralelo, organizaciones como Transport & Environment reclaman retirar subsidios y exenciones fiscales a los modos más intensivos en carbono, un anacronismo tras un año de récords de calor. Las encuestas europeas respaldan priorizar a grandes emisores (jets privados) y transparencia ambiental de aerolíneas, además de hacer competitivo el ferrocarril.

Viajar “menos lejos” no es “viajar menos”: redistribuir y descarbonizar

Reducir vuelos no implica matar el turismo, sino reordenarlo. Hay margen para relocalizar vacaciones a destinos cercanos, reforzar trenes nocturnos y corredores de alta velocidad, y diversificar temporadas para aliviar picos. El reto es también distributivo: cuando cayó el turismo internacional por la pandemia, los países más pobres —sin mercado doméstico fuerte— sufrieron más. De ahí la idea de impuestos globales a la aviación que financien adaptación climática y transición en destinos dependientes del turismo.

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Señales mixtas del mercado y el riesgo de creer que “ya se encarga la tecnología”

Entre promesas corporativas y anuncios de SAF, los consumidores perciben que “la solución llega”. Pero la escala importa: ni el suministro de biocombustibles sostenibles ni la producción de e-combustibles baratos está cerca de cubrir la demanda global. La eficiencia de flota ayuda, pero el crecimiento del tráfico suele comérsela. Con precios bajos y publicidad agresiva, el sistema aún empuja a volar.

Ahí regresa la paradoja: comportamientos individuales cuentan, pero requieren cambios de sistema que faciliten lo razonable (más tren, mejor conexión intermodal, tarifas competitivas, reglas claras a la aviación) y penalicen lo insostenible a gran escala.

¿Qué puede hacer hoy la industria (y el viajero)?

La industria tiene una agenda inmediata: electricidad 100% renovable en alojamientos y puertos, eficiencia y gestión del agua, transporte local cero emisiones, oferta gastronómica con menor huella, ecoetiquetas serias que incluyan transporte y no solo el “verde en destino”. Y una estrategia honesta: priorizar tren donde exista y reformular itinerarios para minimizar vuelos.

Para el viajero, la regla de oro es simple y poderosa: pocas veces, más tiempo, más cerca. Elegir un gran viaje de larga distancia cada varios años, alargar la estancia y compensar con destinos cercanos el resto; sustituir vuelos cortos por tren siempre que sea viable; evitar picos y respetar límites locales de agua y residuos. No es renunciar a viajar, es viajar mejor.

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