La nueva táctica del negacionismo climático: Menos ciencia, más miedo al precio de la energía

Los principales negacionistas del cambio climático en Australia abandonan el discurso científico y ahora atacan a las renovables por su costo y fiabilidad.
En la antesala de las elecciones federales de Australia, los negacionistas más influyentes del cambio climático han modificado su estrategia: ya no niegan abiertamente el calentamiento global, sino que enfocan sus ataques en la transición energética, especialmente en el precio y la seguridad del suministro eléctrico. Agrupados en redes como el Saltbush Club, han influido en campañas locales y candidatos conservadores, buscando capitalizar el descontento por el costo de vida. ¿Un giro pragmático o un nuevo disfraz para viejas ideas?
De negar el clima a negar las renovables
Durante años, figuras como Gina Rinehart, Campbell Newman y Colin Boyce lideraron la negación del cambio climático en Australia. Hoy, esos mismos actores han adoptado un enfoque distinto: evitan el debate científico y atacan la transición energética desde el bolsillo del votante.
El Saltbush Club, una red informal de escépticos climáticos, ahora se presenta como los Energy Realists of Australia. Su objetivo: convencer a la ciudadanía de que las energías renovables encarecen la vida y amenazan la seguridad energética.
“Queremos hablarle a la gente sobre temas que realmente le preocupan, como el precio de la energía, en lugar de hablar de ciencia”, explicó Rafe Champion, uno de los fundadores, en su blog.
El viraje refleja una sofisticación política. En lugar de perder apoyo popular por rechazar evidencias científicas ampliamente aceptadas, ahora se valen de narrativas emocionales sobre apagones, pérdida de empleos y miedo al cambio.
Un mensaje dirigido a las regiones
En distritos rurales como Richmond, el discurso antirrenovable ha calado entre votantes tradicionalmente conservadores. La candidata de los Nacionales, Kimberly Hone, ha promovido foros energéticos donde se acusa a los aerogeneradores de “matar koalas” y se vincula con activistas del Saltbush Club para coordinar acciones conjuntas.
Las redes locales se conectan con grupos como Climate and Energy Realists of Queensland, que a su vez están ligados a movimientos surgidos tras la pandemia con retórica libertaria y conspirativa.
“Lo interesante es cómo entrelazan viejas estructuras negacionistas con las nuevas guerras culturales post-Covid,” explica Paul Williams, politólogo de la Universidad Griffith. “No están hablando solo de energía, están canalizando descontento social.”
Estrategia electoral: cultura antes que clima
Para sectores del Partido Liberal y Nacional, el cambio climático se ha convertido en un caballo de Troya. Aunque oficialmente apoyan la meta de emisiones netas cero, varios de sus miembros buscan provocar una reacción pública contra las renovables como símbolo de imposición urbana y elitista.
Senadores como Matt Canavan incluso han vinculado el compromiso australiano con net zero a la elección de Joe Biden, sugiriendo que fue una imposición extranjera. “Nunca votamos eso. No ha habido una batalla política real sobre net zero. La gente no ha decidido,” se quejó en un foro público.
En algunos eventos conservadores, como el organizado por Let’s Rethink Renewables, se llegan a formular preguntas como: “¿Cómo combatimos la mentira de que el mundo se va a acabar por el cambio climático?”
Estados Unidos como referencia, Trump como modelo
Los activistas del Saltbush Club observan con atención los avances de la ultraderecha climática en Estados Unidos. En palabras de Champion, “el giro político en EE. UU. podría ayudarnos a revertir el consenso climático aquí después de las elecciones.”
Confían en que un cambio de liderazgo dentro del Partido Liberal —a imagen del trumpismo— permita hablar abiertamente contra las renovables, sin temor a perder votos. Mientras tanto, califican a los líderes moderados de su propio partido como “ratas rosadas y verdes” que “aún no se atreven a decir la verdad”.
El negacionismo se reinventa, pero no desaparece
Lo que ocurre en Australia es un ejemplo nítido de cómo el negacionismo climático no desaparece: muta. Ya no se opone frontalmente a la ciencia, sino a la política, la transición, y especialmente, a las emociones que puede movilizar el miedo a perder privilegios, empleos o estabilidad.
El peligro de este nuevo enfoque es su eficacia. No necesita pruebas ni argumentos complejos. Basta con señalar una factura de luz elevada o un apagón para sembrar dudas sobre la necesidad de abandonar los fósiles.
A medida que más países avanzan en la transición ecológica, el reto no será solo tecnológico, sino comunicativo. Combatir el escepticismo renovado requiere narrativas que vinculen la justicia climática con la justicia social, que expliquen cómo la transformación energética puede mejorar la vida de todos, no solo la de las élites urbanas.
La guerra climática no ha terminado. Solo ha cambiado de rostro.
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