Suecia esconde el mayor caso de contaminación química del mundo: el agua que envenenó a un pueblo entero

Ronneby, Suecia, sufre la peor contaminación por PFAS jamás registrada. El tribunal reconoce la exposición como daño personal, sin necesidad de enfermedad.
En Ronneby, una pequeña localidad del sur de Suecia, miles de habitantes descubrieron en 2013 que su agua potable estaba contaminada con PFAS, químicos tóxicos conocidos como “eternos”. El hallazgo ocurrió tras décadas de entrenamientos militares con espuma contra incendios en la base aérea de Kallinge, cuyas sustancias filtraron silenciosamente al suelo y al sistema hídrico. El caso derivó en una lucha legal sin precedentes, con vecinos enfrentando al propio municipio en los tribunales durante más de una década. Finalmente, en diciembre de 2023, el Tribunal Supremo de Suecia reconoció que tener PFAS en sangre ya constituye un daño personal.
El mayor envenenamiento por agua documentado
Durante años, los bomberos de la base aérea de Kallinge usaron espuma antiincendios cargada de PFAS, que se filtró sin control al suelo. Estos compuestos fluorados, resistentes al calor y la degradación, se acumularon en el agua potable sin emitir olor ni sabor. Cuando se descubrió la contaminación en diciembre de 2013, el agua del municipio había sido reconocida por su pureza, un contraste cruel con los niveles reales: hasta 2.450 veces por encima del límite seguro fijado años después.
Los PFAS, también presentes en sartenes, cosméticos o envases, no se degradan y se acumulan en el cuerpo humano durante décadas. Un análisis en sangre realizado a escolares en febrero de 2014 reveló niveles hasta 37 veces superiores a los de zonas no contaminadas. Pero pese a la magnitud, la respuesta oficial fue tibia: se negó el riesgo agudo y se tranquilizó a la población sin medidas preventivas concretas.
Uno de los primeros en reaccionar fue Herman Afzelius, un padre de familia cuya hija pequeña había bebido el agua contaminada. Al recibir los resultados de su análisis —nueve veces por encima del umbral externo—, fundó un grupo de Facebook, que derivó en la Asociación PFAS, y organizó una reunión masiva con autoridades y científicos. “La gente estaba gritando: ‘¡Estamos envenenados!’”, recuerda una vecina. La tensión estalló en un país poco dado al conflicto público.
Los vecinos se agruparon en torno a una estrategia legal: demandar al municipio, dueño de la empresa de aguas. En 2016, 165 personas iniciaron demandas individuales: en Suecia no existe la figura de la demanda colectiva ni el sistema de “si no gano, no pago”. Cada afectado debía arriesgar su propio dinero y, si perdía, pagar también las costas del demandado.
Década perdida, justicia aplazada
Las investigaciones científicas comenzaron a demostrar los efectos a largo plazo. Mujeres con mayores niveles de PFAS presentaban más casos de síndrome de ovario poliquístico, diabetes tipo 2, osteoporosis y una menor respuesta inmunitaria. Los niños, especialmente afectados, mostraban mayores tasas de infecciones, trastornos del lenguaje y problemas de desarrollo. Aun así, en 2022 el tribunal de apelación desestimó la causa, al considerar que tener PFAS en sangre no era un daño demostrable si no había diagnóstico clínico.
El golpe fue brutal: los vecinos debían pagar los costes legales de ambas partes. Muchos se retiraron por agotamiento o miedo económico. Otros insistieron: “Si lo dejamos aquí, moriremos envenenados y encima pagaremos por ello”, dijo Afzelius. En paralelo, más de la mitad de los miembros fundadores de la asociación desarrollaron cáncer entre 2018 y 2023, incluyendo tipos rarísimos como leiomiosarcoma inflamatorio, con apenas casos documentados en el mundo.
Una sentencia histórica, pero sin final feliz
El 5 de diciembre de 2023, el Tribunal Supremo de Suecia reconoció que la mera presencia de PFAS en sangre constituye un daño personal. El fallo, sin precedentes, se convirtió en jurisprudencia y atrajo la atención internacional. Abogados como Robert Bilott (cuya lucha inspiró la película Dark Waters) lo celebraron como un cambio de paradigma. Organizaciones de Italia y Estados Unidos vieron en Ronneby una guía para sus propias batallas legales.
Pero la victoria fue simbólica. No implicaba compensaciones automáticas ni tratamientos médicos. Nuevas demandas se presentaron —150 en total— con la esperanza de que esta vez sí se consiguieran recursos para salud pública y limpieza ambiental. Mientras tanto, la ciencia avanza despacio: nuevos PFAS son descubiertos cada año en la sangre humana, y los más antiguos siguen sin desaparecer.
Heridas en la sangre, heridas en el tiempo
La historia de Ronneby no trata solo de contaminación, sino de cómo un Estado puede fallar a sus ciudadanos por décadas sin asumir responsabilidad. El fallo del Supremo fue una victoria moral, pero no borra los años de exposición ni las enfermedades que aún podrían aparecer. Los hijos de los afectados nacerán con estos químicos en su organismo, transmitidos desde la placenta o la leche materna.
El caso también revela las grietas de los marcos legales y científicos actuales, incapaces de actuar preventivamente ante sustancias cuyo riesgo se conoce desde hace años. Mientras las regulaciones se endurecen lentamente, los fabricantes sustituyen compuestos prohibidos por otros igualmente dañinos, pero aún legales. Para los científicos, es una persecución sin fin; para los ciudadanos, una condena silenciosa.
En un mundo saturado de sustancias invisibles, la historia de Ronneby es una advertencia. Una prueba de que la justicia puede llegar, pero demasiado tarde. Y de que, frente a los llamados “químicos eternos”, quizá lo verdaderamente eterno sea el daño que dejan tras de sí.
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