Trump destina 625 millones de dólares para reabrir minas de carbón en tierras públicas

Trump abre 53.000 km² de tierras públicas a la minería de carbón y destina 625 millones de dólares a plantas, pese a su declive y al auge renovable.
La administración Trump anunció este lunes un plan para abrir 53.000 km² de tierras públicas a la minería de carbón y destinar 625 millones de dólares a prolongar la vida de plantas de carbón, en un intento por revivir una industria en declive desde hace tres décadas.
Una apuesta por la energía más sucia
La medida fue presentada por el secretario del Interior, Doug Burgum, junto con representantes de los Departamentos de Energía y de la Agencia de Protección Ambiental (EPA). “Es una industria que importa a nuestro país y al mundo, y seguirá importando”, defendió Burgum.
Sin embargo, los datos muestran lo contrario. La producción de carbón en EE. UU. se ha reducido a la mitad entre 2008 y 2023, de acuerdo con la Administración de Información Energética (EIA). Mientras tanto, gas natural y energías limpias han desplazado rápidamente al carbón en la matriz energética.
El plan destinará 350 millones de dólares a modernizar plantas de carbón, 175 millones a proyectos que el gobierno asegura beneficiarán a comunidades rurales, y 50 millones a la actualización de sistemas de aguas residuales. El objetivo declarado es “extender la vida útil” de infraestructuras que, según expertos, ya resultan más caras de operar que construir nuevas instalaciones renovables.
Coste sanitario y económico del carbón
El carbón es el combustible fósil más contaminante: sus emisiones de dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno y partículas finas se asocian a cientos de miles de muertes en dos décadas, según estudios revisados por pares. Un informe calculó que la contaminación derivada del carbón genera un coste sanitario anual de 13.000 a 26.000 millones de dólares en Estados Unidos, debido a infartos, accidentes cerebrovasculares, visitas a urgencias y casos de asma infantil.
“Trump está regalando nuestro dinero a una industria obsoleta y mortal”, denunció Amanda Levin, directora de análisis de políticas en el Natural Resources Defense Council (NRDC). La experta subrayó que, en lugar de financiar plantas que “cuestan más que las renovables y enferman a la población”, el gobierno debería apostar por energías limpias capaces de abastecer el boom eléctrico de los centros de datos de inteligencia artificial y, al mismo tiempo, reducir las facturas familiares.
Entre la nostalgia y el cortoplacismo político
El anuncio se suma a una serie de medidas previas de la Casa Blanca en apoyo al carbón: concesión acelerada de permisos de minería, exenciones regulatorias de la EPA y prolongación artificial de la vida útil de plantas ineficientes. Incluso se han emitido declaraciones negando el impacto de las emisiones de estas instalaciones, en contradicción con el consenso científico.
La insistencia en “rescatar” el carbón responde tanto a una estrategia política hacia los estados mineros como a la narrativa de independencia energética que Trump promueve desde su primer mandato. Sin embargo, la realidad económica apunta en dirección opuesta: la inversión privada se dirige hacia renovables y almacenamiento, mientras los costes de las tecnologías limpias caen año tras año.
La paradoja es que, pese a la inyección pública de dinero, el carbón seguirá perdiendo peso frente a alternativas más baratas, limpias y eficientes. La propia Agencia Internacional de la Energía proyecta que la eólica y la solar superarán al carbón a nivel global en 2026, marcando un hito en la transición energética.
El espejismo del carbón
La apuesta de Trump por el carbón es un ejercicio de nostalgia política y cortoplacismo económico. Se presenta como un salvavidas para comunidades mineras en declive, pero en realidad canaliza dinero público hacia una industria que ya no es competitiva. La paradoja es evidente: mientras el mundo se prepara para un sistema eléctrico dominado por renovables, Estados Unidos destina 625 millones de dólares a prolongar plantas que cuestan más, contaminan más y generan menos empleo que sus equivalentes limpios.
El carbón simboliza una era industrial que proporcionó prosperidad, pero también una carga sanitaria y ambiental devastadora. Rescatarlo no resolverá los desafíos del presente: la electrificación masiva, la demanda creciente de energía para la inteligencia artificial y la urgencia climática. Al contrario, puede desviar recursos de las soluciones reales: redes modernas, almacenamiento, eficiencia y generación renovable.
El riesgo es que estas decisiones retrasen la transición, encarezcan la energía y perpetúen la dependencia de un modelo fósil que ya muestra señales de agotamiento. En última instancia, el intento de revivir el carbón es más un gesto político que una estrategia energética viable. Y como tal, amenaza con hipotecar el futuro a cambio de una ilusión de poder industrial que pertenece al pasado.
Comentarios cerrados