Nueva Zelanda falla a sus mares: Menos del 1% está protegido
Alberto Noriega
5 julio 2025
5 min.
Menos del 1% del océano neozelandés está altamente protegido. Mientras el mundo se compromete a proteger el 30% para 2030, Aotearoa retrocede.
En Nueva Zelanda, un país con una zona económica exclusiva 15 veces mayor que su territorio terrestre, solo el 0,4% del océano está altamente protegido. El 10 de junio, en vísperas de la Conferencia de los Océanos de la ONU, Helen Clark y Kayla Kingdon-Bebb alertaron sobre la urgente necesidad de proteger sus mares. A pesar de haber propuesto y luego bloqueado restricciones al arrastre de fondo, el país ha abandonado compromisos clave como el Santuario del Kermadec. Hoy, la biodiversidad marina colapsa y Nueva Zelanda se aleja del liderazgo oceánico que el mundo espera de ella.
Un mar inmenso, una responsabilidad aún mayor
Nueva Zelanda posee una de las zonas económicas exclusivas (ZEE) más grandes del planeta, con más de 4 millones de km² de océano bajo su jurisdicción. Este privilegio geográfico viene acompañado de una obligación legal y moral de proteger esos ecosistemas, establecida por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS). A cambio del respaldo internacional, Aotearoa aceptó gestionar sus recursos marinos de forma sostenible. Pero el balance actual es alarmante: solo el 0,4% del océano neozelandés está altamente protegido, muy lejos del objetivo global de 30% para 2030.
La situación es crítica. Nueva Zelanda sigue siendo el único país que realiza arrastre de fondo sobre montes submarinos en el Pacífico Sur, una práctica altamente destructiva para los hábitats profundos. Peor aún: el gobierno ha bloqueado dos veces propuestas para limitar esta técnica, propuestas que el mismo país había impulsado previamente. En contraste, países como Australia, Chile y Reino Unido ya han creado amplias áreas marinas protegidas. Aotearoa, mientras tanto, ha frenado su proyecto más ambicioso: el Santuario del Kermadec, una reserva marina que habría protegido una de las últimas zonas vírgenes del planeta.
De liderazgo a abandono
La inacción actual contrasta con el liderazgo que Nueva Zelanda solía mostrar en cuestiones marinas. Desde 1982, gracias a UNCLOS, el país ha tenido voz y voto en las decisiones oceánicas internacionales. Pero el prestigio conlleva deberes: como señalan Helen Clark y Kayla Kingdon-Bebb, “los países que más se benefician del derecho del mar deben liderar la conservación marina”. Hoy, ese liderazgo está ausente. El deterioro de los ecosistemas es evidente: el 90% de las aves marinas del país están en riesgo de extinción, y especies clave como el scallop y la langosta han desaparecido del golfo de Hauraki.
A nivel legislativo, la protección marina en Nueva Zelanda se basa en una ley obsoleta, que no ha sido reformada en décadas. Los intentos de modernización han quedado estancados por intereses políticos y falta de voluntad. El abandono del Santuario del Kermadec —que habría representado la mitad de la meta del 30%— es simbólico: cuando proteger el océano se vuelve incómodo, se deja para después. Pero el tiempo se agota. Las especies desaparecen, los hábitats colapsan y las oportunidades de conservación se esfuman.
Un compromiso global en peligro
En estos días, los líderes mundiales se reúnen en Niza para la Conferencia de los Océanos de la ONU, con un objetivo claro: cumplir con el compromiso de proteger el 30% del océano global antes de 2030. Nueva Zelanda, que solía ser una voz fuerte en este foro, ahora llega sin avances que mostrar. Mientras Australia trabaja en un área marina protegida compartida en el mar de Lord Howe, Nueva Zelanda está ausente del proceso. En la región del Pacífico, cada decisión cuenta: las flotas pesqueras se desplazan al sur, buscando nuevos caladeros, y Aotearoa depende del respaldo legal de UNCLOS para defender su soberanía.
Sin una acción decidida, ese respaldo puede debilitarse. La credibilidad internacional no es automática: se gana cumpliendo compromisos y liderando con el ejemplo. Si Nueva Zelanda quiere que la comunidad internacional proteja su zona económica exclusiva, debe protegerla primero por voluntad propia. El actual incumplimiento no solo es una traición al espíritu de UNCLOS, sino una amenaza para los intereses estratégicos del país en un Pacífico cada vez más codiciado.
Un tesoro oceánico en declive
El océano neozelandés es un santuario global de biodiversidad. A sus aguas llegan o habitan la mitad de las especies de cetáceos del mundo, y alberga más aves marinas que ningún otro país. Sin embargo, está siendo asediado por la sobrepesca, la contaminación y el cambio climático. Desde 1970, las poblaciones de peces comerciales han caído drásticamente, y el calentamiento de los mares altera la distribución de especies y la dinámica de los ecosistemas.
El arrastre de fondo, por su parte, arrastra décadas de vida marina en cuestión de horas, afectando no solo a las especies objetivo, sino a corales de aguas frías y hábitats milenarios. Esta práctica no es solo insostenible: es indefendible en el contexto climático actual. Las soluciones existen: reservas marinas bien diseñadas, zonas de no extracción, reformas legislativas y consulta real con comunidades indígenas. Pero hacen falta decisiones políticas valientes y urgentes.
El futuro azul se decide hoy
La creación de UNCLOS fue uno de los mayores logros diplomáticos del siglo XX. Le dio a Nueva Zelanda una jurisdicción marítima que multiplica por quince su territorio. Pero con ese poder vino una responsabilidad que hoy no se está cumpliendo. Como afirman Clark y Kingdon-Bebb, “no solo se lo debemos a los neozelandeses, se lo debemos al mundo”. Porque el océano no reconoce fronteras, y su salud afecta directamente a la crisis climática, la seguridad alimentaria y la supervivencia de las generaciones futuras.
Aún es posible corregir el rumbo. Nueva Zelanda puede reactivar el Santuario del Kermadec, unirse a los esfuerzos regionales con Australia, y reformar su legislación marina para poner la protección del océano en el centro de su política ambiental. El mundo espera eso. Porque en este momento de urgencia planetaria, no basta con tener un mar inmenso: hay que cuidarlo como si nuestra vida dependiera de él. Porque así es.